Nadia by Baya Gacemi

Nadia by Baya Gacemi

autor:Baya Gacemi
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Memorias
publicado: 1998-01-01T00:00:00+00:00


17

AHMED fue nombrado «emir» en mal momento, cuando las cosas se pusieron feas para el GIA y la población dejó de apoyarlo. No sólo eso, sino que empezó a enfrentarse a él, incluso con las armas en la mano. Se acabaron las facilidades que habían tenido los dos o tres años anteriores. Pero, al igual que nadie había previsto la rapidez con que se propagaría el fenómeno terrorista, tampoco esperaba nadie que las tornas se volvieran tan deprisa. Para Ahmed y para mí la situación dio un vuelco a raíz de las elecciones presidenciales. A partir de entonces, empezó para nosotros una nueva época de acoso, huida y miedo. Y de humillación. Sobre todo para mí, pues era yo la que debía enfrentarme todos los días a los gendarmes.

El día de las elecciones, a media tarde, mi cuñado Bilal irrumpió en nuestra casa. Estaba muy pálido y sin aliento. Le dijo a Ahmed:

—Los gendarmes han cogido a Nuredin [su hermano]. Se lo van a llevar al cuartel; los siguientes vais a ser tu mujer y tú.

Ahmed me dijo:

—Esta vez va en serio. Tienes que irte. No te quedes en casa. Van a venir aquí y no quiero que te encuentren. Ve a casa de mis tíos de Benramdán.

Empecé a recoger mis cosas, pero me ordenó:

—Prepáranos la comida antes de partir.

Ni él ni sus «hermanos» parecían muy apurados. Eran así, siempre estaban tentando la suerte. Yo era la que me angustiaba más. Ellos comieron tranquilamente, y luego Bilal me llevó a Benramdán. Los tíos, que no nos esperaban, se sorprendieron al vernos y pidieron explicaciones. Se las di, sin omitir ningún detalle, pese a que Bilal no dejaba de hacerme visajes para que me callara. Sabía que su familia tendría miedo y no querría que me quedara con ellos. Pero yo se lo conté todo, porque no quería engañar a unas personas a las que pedía amparo. Por supuesto, sucedió lo que Bilal temía. De todo lo que les conté sólo se quedaron con la posibilidad de que los gendarmes aparecieran por su casa para detenerme —¿qué pensarían los vecinos?—. Para convencerles de que no corrían ningún riesgo y de que sólo me quedaría unos días, Bilal tuvo que ir en busca de su madre, que casi tuvo que arrodillarse para suplicar a sus hermanos. Acabaron cediendo, pero me hicieron prometer que sólo abusaría de su hospitalidad unos días. En realidad, lo que les ablandó, más que la compasión, fue el argumento sibilinamente esgrimido por mi suegra de que la cólera de Ahmed sería terrible si se negaban a hacerle ese favor.

Los tres tíos vivían en casas contiguas. Todos conocían desde hacía mucho tiempo la estrecha relación de su sobrino con el GIA. Sus mujeres me contaron que ya habían escondido a Ahmed varias veces, cuando los gendarmes hacían registros rutinarios. Por aquel entonces, aún no le buscaban, pero los «patriotas» de Benramdán le conocían bien y estaban al corriente de todas sus actividades. Todos los aldeanos de Mitiya saben que para evitar problemas con las fuerzas de seguridad lo mejor es no tener alojado a nadie de fuera.



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